Dentro de las manifestaciones culturales, la creación de máscaras ha sido un componente imprescindible por su sentido utilitario. En su reducción a un rostro permiten transformaciones simbólicas cargadas de misterio, expresan parte del proceso vital o representan circunstancias históricas.
La facultad de transfiguración, de facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser le otorga el carácter mágico tan presente en la máscara teatral griega y japonesa, en la religiosa africana u oceánica, en la funeraria o sagrada mesoamericana, así como en la emparentada con celebraciones sincréticas, ya sea en danzas o carnavales.
Desde tiempos remotos el fuerte sentido estético ha sido condicionante en su elaboración, aunque la técnica y los materiales se encuentren sujetos a lo espacio-temporal. Hay máscaras de madera, cuero, piel, papel maché, cartón, tela, lámina, guaje, caparazones, hueso, cerámica, barro, porcelana, metales y piedras semipreciosas. Pueden estar talladas, labradas, moldeadas o vaciadas y se adornan con pintura, pedazos de vidrio, crines, listones, mosaicos, conchas, cascabeles, fibras vegetales, cornamentas o espinas.
Las máscaras constituyen un complejo universo de formas y situaciones. De ahí que en todo tiempo y lugar hayan existido ceremoniales y lapidarias, y que aún sigan siendo parte esencial de representaciones y bailables dramáticos relacionados con temas morales e históricos, o bien, con celebraciones religiosas.
Por lo general sus hacedores son del sexo masculino. Para ellos, elaborar una máscara es el cumplimiento de una obligación para con la comunidad. La importancia es tal que en ocasiones las máscaras se tienen que destruir después del evento en que se usaron o se guardan celosamente para ser repintadas cada año.
Hay máscaras únicas, inconseguibles, así como otras muy especiales, entre las que se encuentran las que se usan en las ceremonias de iniciación de algunos pueblos de Oceanía donde los jóvenes mantienen los ojos cerrados y el rostro cubierto por una máscara de greda blanca mientras un sabio anciano dicta las órdenes.
Un ejemplo claro de metamorfosis por medio de estos elementos se da en la India cuando Shiva crea un monstruo leontocéfalo de insaciable apetito que come de su mismo cuerpo al reducirse a su aspecto de máscara. La creencia de que las máscaras asumen el espíritu que las representa ha llevado a que en Indonesia se utilicen imágenes demoniacas a la entrada de una casa para ahuyentar las esencias malignas.
En Mesoamérica florecieron las artes lapidarias siendo las máscaras parte activa de este acervo. Realizadas en turquesa, obsidiana, cristal roca, andesita, basalto, mosaico, ónix… y en el estimado chalchihuitl o jade, muy diferente a las comerciales piedras de jadeíta, mármol serpentino y calcita coloreada, eran exquisitamente talladas por medio de una cuerda, arena abrasiva y cañas huecas o huesos de aves como taladros.
Representaban rostros humanos con dramático realismo o con rasgos divinos, así como imágenes de animales para obtener los poderes de éstos. La importancia de las máscaras era tal que en la región de Mayapán para el culto a los antepasados bastaban altares domésticos que contuvieran máscaras de resinas con formas de calaveras de los príncipes y nobles fallecidos, o máscaras de madera con el rostro de los antecesores.
Hoy día, las máscaras son de las pocas artesanías mundiales, pues forman parte de todas las culturas y han ido de la mano con la historia de la humanidad. Es por ello que son verdaderas piezas de colección, sobre todo cuando están “bailadas”, es decir, cuando se crearon ex profeso para alguna danza o carnaval, de lo contrario se consideran piezas falsas con simples fines ornamentales.
Los materiales utilizados, la existencia de un mascarero de oficio, la frecuencia con que se ejecuta la danza, la disposición de los danzantes para deshacerse de sus máscaras, además de la distancia y condiciones de viaje hasta la comunidad que celebra la fiesta, son factores determinantes del valor de cada una de estas bellezas artesanales, por lo que el costo en el mercado oscila entre 300 pesos y tres mil dólares.
México tiene una fuerte tradición en la elaboración de diversas máscaras asociadas con la adopción de otra identidad y con celebraciones sincréticas, por lo que hasta las fabricadas en esta época se encuentran firmemente enraizadas con las prehispánicas y coloniales. Ejemplo de ello es la gran variedad de caretas de jaguar realizadas a lo largo del territorio.
Cabe recordar que el motivo del jaguar es uno de los más poderosos símbolos precolombinos. Se halla en estelas y altares mayas, aztecas, toltecas, mixtecos y olmecas, repitiéndose frecuentemente en los códices. Por tanto, hay muchas versiones dancísticas, destacando aquellas relacionadas con poder cambiar un mundo amenazante en uno protegido, así como las adaptadas para ciclos agrícolas o batallas rituales.
La espléndida mascara Negrito con sus cuatro pies de cascada en coloridos listones de seda y sus facciones europeas es una reliquia michoacana asociada con la riquesa y el poder, dado que la gente negra era comprada como esclava para otorgar estatus a sus propietarios.
Todas las máscaras encierran u sentido sagrado y misterioso que busca trascender más allá de los atributos propios para adquirir la fuerza del tigre, el poder de la muerte, la hombría de los tlacoleros de Guerrero, el señorío de los tastones de Zacatecas, la belleza de los parachicos de Chiapas, de los talxcaltecas, o los pequeños cuanegros de Hidalgo, la agresividad de los diablos de Jalisco, la solemnidad de los cúrpites de Michoacán, la fiera cara de los moros, la hipocresía de los fariseos, la dulzura de una vaca o un venado, la gracia de los pájaros y, también, sirven para librarse de todo lo malo e indigno.
Considerando esto, tener máscaras es una forma de buscar protección, de reflejar nuestra personalidad o de poder gozar de unas maravillosas imágenes crisálidas capaces de evocar historias y transmitir sensaciones diferentes día con día desde el infinito vacío de sus ojos.