Máscaras: imágenes crisálidas

Dentro de las manifestaciones culturales, la creación de máscaras ha sido un componente imprescindible por su sentido utilitario. En su reducción a un rostro permiten transformaciones simbólicas cargadas de misterio, expresan parte del proceso vital o representan circunstancias históricas.

La facultad de transfiguración, de facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser le otorga el carácter mágico tan presente en la máscara teatral griega y japonesa, en la religiosa africana u oceánica, en la funeraria o sagrada mesoamericana, así como en la emparentada con celebraciones sincréticas, ya sea en danzas o carnavales.

Desde tiempos remotos el fuerte sentido estético ha sido condicionante en su elaboración, aunque la técnica y los materiales se encuentren sujetos a lo espacio-temporal. Hay máscaras de madera, cuero, piel, papel maché, cartón, tela, lámina, guaje, caparazones, hueso, cerámica, barro, porcelana, metales y piedras semipreciosas. Pueden estar talladas, labradas, moldeadas o vaciadas y se adornan con pintura, pedazos de vidrio, crines, listones, mosaicos, conchas, cascabeles, fibras vegetales, cornamentas o espinas.

Las máscaras constituyen un complejo universo de formas y situaciones. De ahí que en todo tiempo y lugar hayan existido ceremoniales y lapidarias, y que aún sigan siendo parte esencial de representaciones y bailables dramáticos relacionados con temas morales e históricos, o bien, con celebraciones religiosas.

Por lo general sus hacedores son del sexo masculino. Para ellos, elaborar una máscara es el cumplimiento de una obligación para con la comunidad. La importancia es tal que en ocasiones las máscaras se tienen que destruir después del evento en que se usaron o se guardan celosamente para ser repintadas cada año.

Hay máscaras únicas, inconseguibles, así como otras muy especiales, entre las que se encuentran las que se usan en las ceremonias de iniciación de algunos pueblos de Oceanía donde los jóvenes  mantienen los ojos cerrados y el rostro cubierto por una máscara de greda blanca mientras un sabio anciano dicta las órdenes.

Un ejemplo claro de metamorfosis por medio de estos elementos se da en la India cuando Shiva crea un monstruo leontocéfalo de insaciable apetito que come de su mismo cuerpo al reducirse a su aspecto de máscara. La creencia de que las máscaras asumen el espíritu que las representa ha llevado a que en Indonesia se utilicen imágenes demoniacas a la entrada de una casa para ahuyentar las esencias malignas.

En Mesoamérica florecieron las artes lapidarias siendo las máscaras parte activa de este acervo. Realizadas en turquesa, obsidiana, cristal roca, andesita, basalto, mosaico, ónix… y en el estimado chalchihuitl o jade, muy diferente a las comerciales piedras de jadeíta, mármol serpentino y calcita coloreada, eran exquisitamente talladas por medio de una cuerda, arena abrasiva y cañas huecas o huesos de aves como taladros.

Representaban rostros humanos con dramático realismo o con rasgos divinos, así como imágenes de animales para obtener los poderes de éstos. La importancia de las máscaras era tal que en la región de Mayapán para el culto a los antepasados bastaban altares domésticos que contuvieran máscaras de resinas con formas de calaveras de los príncipes y nobles fallecidos, o máscaras de madera con el rostro de los antecesores.

Hoy día, las máscaras son de las pocas artesanías mundiales, pues forman parte de todas las culturas y han ido de la mano con la historia de la humanidad. Es por ello que son verdaderas piezas de colección, sobre todo cuando están “bailadas”, es decir, cuando se crearon ex profeso para alguna danza o carnaval, de lo contrario se consideran piezas falsas con simples fines ornamentales.

Los materiales utilizados, la existencia de un mascarero de oficio, la frecuencia con que se ejecuta la danza, la disposición de los danzantes para deshacerse de sus máscaras, además de la distancia y condiciones de viaje hasta la comunidad que celebra la fiesta, son factores determinantes del valor de cada una de estas bellezas artesanales, por lo que el costo en el mercado oscila entre 300 pesos y tres mil dólares.

México tiene una fuerte tradición en la elaboración de diversas máscaras asociadas con la adopción de otra identidad y con celebraciones sincréticas, por lo que hasta las fabricadas en esta época se encuentran firmemente enraizadas con las prehispánicas y coloniales. Ejemplo de ello es la gran variedad de caretas de jaguar realizadas a lo largo del territorio.

Cabe recordar que el motivo del jaguar es uno de los más poderosos símbolos precolombinos. Se halla en estelas y altares mayas, aztecas, toltecas, mixtecos y olmecas, repitiéndose frecuentemente en los códices. Por tanto, hay muchas versiones dancísticas, destacando aquellas relacionadas con poder cambiar un mundo amenazante en uno protegido, así como las adaptadas para ciclos agrícolas o batallas rituales.

La espléndida mascara Negrito con sus cuatro pies de cascada en coloridos listones de seda y sus facciones europeas es una reliquia michoacana asociada con la riquesa y el poder, dado que la gente negra era comprada como esclava para otorgar estatus a sus propietarios.

Todas las máscaras encierran u sentido sagrado y misterioso que busca trascender más allá de los atributos propios para adquirir la fuerza del tigre, el poder de la muerte, la hombría de los tlacoleros de Guerrero, el señorío de los tastones de Zacatecas, la belleza de los parachicos de Chiapas, de los talxcaltecas, o los pequeños cuanegros de Hidalgo, la agresividad de los diablos de Jalisco, la solemnidad de los cúrpites  de Michoacán, la fiera cara de los moros, la hipocresía de los fariseos, la dulzura de una vaca o un venado, la gracia de los pájaros y, también, sirven para librarse de todo lo malo e indigno.

Considerando esto, tener máscaras es una forma de buscar protección, de reflejar nuestra personalidad o de poder gozar  de unas maravillosas imágenes crisálidas capaces de evocar historias y transmitir sensaciones diferentes día con día desde el infinito vacío de sus ojos.

Cuicuilco… una ciudad sepultada por la escoria

Al suroeste de la cuenca de México, en una llanura surcada por extensos arroyos que desembocaban en el lago de Xochimilco, cercada por el Cerro del Papayo y los volcanes Xitle ─en las faldas del Ajusco─ y el Popocatépetl e Iztaccihuatl estableciendo los ortos solares en su traslado del invierno a la primavera, se establecieron los fundadores de una de las aldeas conformadoras del periodo “arcaico”.

Así, hace tres mil años, esta planicie boscosa rica en flora y fauna silvestre permitió la formación de una laguna en su parte central, en cuyas orillas se desarrolló una importante población prehispánica que más tarde los mexicas bautizarían como Cuicuilco, la “ciudad que canta”.

Llegaron a ser 40 mil habitantes cuicuilcas, organizados socialmente en campesinos, sacerdotes y gobernantes. Sus vidas transcurrían entre el juego de pelota, la producción de cerámica, el intenso trueque con los asentamientos aledaños y el culto al fuego, representado por el dios viejo Huehueteotl-Xiuhtecuhtli.

Esta divinidad buscó manifestarse tras varias erupciones de ceniza volcánica, por lo que los cuicuilcas se vieron en la necesidad de abandonar su bella ciudad revestida de barro policromado, con todo el sistema de drenaje, canales y contenedores de agua, al capricho eruptivo del Xitle que por algún motivo había decidido frenar este importante desarrollo urbano.

En pocas horas del día Nahui-Quiahuitl del año Tecpatl (24 de abril del 76 d.C), bajo la lava volcánica quedaron enterrados los vestigios de la cultura que rivalizaba y competía con Teotihuacan, convirtiéndose así en el esqueleto del paisaje…

Tras varios siglos sepultados, los historiadores decimonónicos Francisco Chavero y Francisco del Paso y Troncoso, a su paso por este fértil habitáculo natural, presintieron la existencia de un complejo urbano recubierto por material ígneo. Sin embargo, a falta de conocimientos en la materia, las primeras exploraciones se iniciaron hacia 1922 por la astucia visual del entonces director de Antropología del gobierno mexicano, Manuel Gamio.

Con mochila en mano y con la idea sembrada de encontrar vestigios de la cultura “subpedregalense”, descendiente de la Gran Olmeca, Gamio se dio a la tarea de recorrer el pedregal de San Ángel. La suerte del destino le mostró un montículo de piedras que parecía luchar por asomarse entre la lava petrificada que yacía en un llano conocido como San Cuicuilco. Ante esto, pensó que se trataba de un promontorio arqueológico y decidió explorar los estratos profundos bajo el manto eruptivo del Xitle.

Aprovechando el programa de investigación sobre las culturas arcaicas que en la segunda década del siglo XX promovía la Dirección de Antropología de México, época ávida de forjar una identidad nacional, así como el convenio establecido por esta misma instancia con la Universidad de Arizona para el intercambio de técnicas y métodos de exploración en monumentos arqueológicos, invita a colaborar en el proyecto al precursor de la arqueología en Norteamérica, el “Decano” Byron Cummings, quien se encargó de las primeras excavaciones en el terreno, las que demostraron que, en efecto, había un basamento muy antiguo.

Por la relevancia del descubrimiento para poder explicar la aparición y desarrollo de las sociedades estratificadas, el arqueólogo Cummings solicita extender su permiso por un periodo de 16 meses, de 1924 a 1925. Además, la National Geographic Society otorga un considerable apoyo financiero para llevar a cabo la investigación sin contratiempos. Con estos recursos se contrataron carros, rieles de minas y más trabajadores, de modo que la lava y los escombros se retiraron en poco tiempo.

A la luz se descubren dos tercios del cuerpo de una pirámide circular, así como los restos de dos rampas que permiten acceder a la parte superior del basamento, por su lado oriente y poniente, coincidiendo por lo tanto con la salida y la puesta del Sol. Del centro surgen una serie de altares superpuestos que determinaban, por lo menos, seis ampliaciones del monumento. Asimismo, al sur de la rampa poniente se encontró un interesante adoratorio construido con grandes lajas volcánicas, la “kiva”, cuyo interior ostentaba complejos diseños pintados con rojo de hematita, así como tres anillos concéntricos de piedra, a los que atribuyó un sentido mágico de protección, es decir, un tipo de barrera mágica destinada a proteger al edificio de las fuerzas naturales que lo amenazaban.

Esta interpretación, considerada entonces “poco científica”, dio lugar a un sinnúmero de críticas por parte del arquitecto Marquina y, por si fuera poco, fue el inicio de una mala jugada del destino que le truncó su labor de investigación en la zona. En consecuencia, mientras esperaba el tren Southern Pacific que lo llevaría de regreso a Tucson, Arizona, en la estación ferroviaria de El Paso, Texas, le robaron su elegante portafolio donde guardaba todas sus notas sobre Cuicuilco.

A pesar de no poder justificar por completo su estancia en México debido a la pérdida de sus apuntes, la profesionalidad de Cummings le instó a publicar los tres artículos que han servido de base a muchas de las investigaciones actuales. En ellos describe la avanzada organización sociopolítica de las culturas arcaicas y sustenta un horizonte temporal muy amplio para su desarrollo, dividido en tres periodos.

Después de Cummings, la zona tomó un descanso hasta 1958, fecha en la que algunos arqueólogos retomaron el proyecto por breve tiempo y sin preocuparse por publicar resultados. Al respecto, Heizer y Bennyhoff excavaron pozos estatigráficos, obteniendo una secuencia cerámica correspondiente al periodo preclásico (650-300 a.C), mientras que Palerm y Wolf demostraron su importancia dentro de las manifestaciones tempranas de las altas culturas en Mesoamérica. A partir de estas exploraciones, Cuicuilco pasó de nueva cuenta al olvido por casi una década.

A fines de los años sesenta, con motivo de la construcción de la Villa Olímpica para celebrar los Juegos Olímpicos de 1968, se detectaron estructuras prehispánicas conformadoras de una gran ciudad, cuya relevancia y extensión corroboraban su comparación con Teotihuacan. Sin embargo, la idea de “progreso” que prevalecía bajo el gobierno de Díaz Ordaz, aunada a la celebración en puerta, dictaminaron que al igual que el movimiento estudiantil, los teocallis fueran destruidos en su totalidad para dar lugar a construcciones modernas. Incluso, el inamovible diseño de una alberca para el Centro Deportivo obligó a la amputación de una de las pirámides más interesantes. No había recursos para el rescate arqueológico, pero sí los suficientes para llevar a cabo diversos proyectos conmemorativos.

No obstante, cabe señalar que en este contexto sí hubo tres monumentos precolombinos “rescatados”, pues de cierto modo era importante mostrar al mundo “algo” de nuestro pasado dado que el evento deportivo y sus pormenores se transmitirían por televisión.

Tras esto, tuvieron que pasar más de dos décadas para que, en 1995, la Dirección de Investigación y Conservación del Patrimonio Arqueológico del INAH, considerara entre sus prioridades reabrir las investigaciones arqueológicas en Cuicuilco. De acuerdo con las reflexiones de Cummings, se tuvo el propósito de determinar el papel del sitio en el origen y desarrollo de las sociedades estratificadas durante el periodo formativo tardío (600 a.C. a 100 d.C), lo que implicaba reevaluar el preclásico en la cuenca de México.

Por tanto, de marzo a junio de 1996, antes de la época de lluvias, el INAH reinició las excavaciones a cargo de los arqueólogos Mario Pérez Campa y Javier López Camacho. En la parte superior se encontraron más altares de tierra compactada, pintados de hematita roja, que además de marcar las diferentes etapas constructivas, proporcionaron datos nuevos sobre prácticas religiosas. Los extremos oriente y poniente del andador sur enriquecieron la información arquitectónica y develaron varios entierros humanos en vasijas. Cabe señalar que el primer piso de ocupación del valle se encuentra a 3.5 metros por abajo de la pirámide circular.

Sin embargo, al pie del andador sur, justo donde Byron Cummings descubrió en 1925 el triple anillo de piedras al que le otorgó un sentido mágico, ocasionándole momentos amargos, se encontró que los círculos se interrumpían por una cámara rectangular, en cuyo centro había un pequeño monumento en forma de pilar y, alrededor del cual, yacían restos humanos.

Su evidente importancia y la alta probabilidad de que hubiese una ofrenda, centró la atención de los especialistas en dicho montículo. Para sorpresa de muchos, salió airosa e inclinada ligeramente hacia el sur una enorme columna de andesita, de 4 metros de altura, labrada con motivos geométricos y que los fechamientos por radiocarbono le dieron una antigüedad de 3 mil años, lo que la apuntaló como la estela más temprana conocida hasta ese momento.

Con forma de obelisco, en su cara norte presenta esculpidos cuatro rombos sobre dos series paralelas de ocho círculos cada una. A un costado de su base muestra pintura roja y, quizá para mantener su verticalidad, estaba rodeada por un anillo de cantos de río. Estas características no se repiten en otras culturas, lo que abre una serie de incógnitas en torno al significado-significante del monumento.

Es probable que guarde una similitud con las pequeñas hachas que se ubican dentro de las 16 figuras humanas que componen la Ofrenda 4 de La Venta, lo que corroboraría su descendencia olmeca. Lo cierto es que hay varias hipótesis al respecto: los círculos emergiendo de los rombos, como símbolos de lluvia, la relacionan con la fertilidad; su forma indica que es el primer “árbol-monstruo reptiliano”, mismo que apunta hacia el centro del mundo y comunica los tres planos del universo prehispánico ─inframundo, tierra y cielo─; el conjunto también avala la teoría del doctor Munro Edmonson sobre la existencia de un marcador calendárico en la zona, de modo que la estela viene a representar una fecha importante para la cultura cuicuilca.

Lo anterior denota a Cuicuilco como una zona arqueológica clave para comprender el desarrollo cultural en Mesoamérica, pues los pocos vestigios ahí encontrados son por lo general considerados entre los más antiguos conocidos a la fecha, como sucede con las dos esculturas de Huehueteotl que se resguardan en el museo anexo.

Lamentablemente, la zona volvió a caer en el deterioro y el olvido. Si bien se volvió a explorar en otras ocasiones desde que fue redescubierta y a pesar de que se sabe que fue una ciudad tan grande e importante como Teotihuacan, el desordenado crecimiento de la urbe continúa día con día destruyendo la información oculta de nuestro pasado a favor de edificios empresariales y consorcios comerciales, tal cual sucedió con la construcción del edificio de Elektra y la Plaza Cuicuilco del Grupo Carso.

Por tanto, el basamento circular de Cuicuilco, con sus tres cuerpos y subestructuras divididos en 130 metros de diámetro, edificado mediante un sistema constructivo consistente en apisonados de tierra y cinturones de piedra, junto a las tres pirámides rescatadas en Villa Olímpica, la que se esconde en el Parque Ecológico de Loreto y Peña Pobre, más los contenedores de agua y demás riquezas bajo el suelo de la plaza comercial, aguardan a que en algún momento los factores políticos, económicos y culturales del país despierten en interés de las autoridades por rescatar la vasta información que yace aún sepultada bajo el manto volcánico, la que bien podría ser un parteaguas cultural.

Y, sobre todo, antes de que le metan “pala y pico” como suele suceder a pesar de los supuestos dictámenes que prohíben construir en zonas arqueológicas si no hay dinero de por medio y antes de que los trabajadores se entreguen a la tarea de saquear la zona para cambiar bolsas repletas de material arqueológico por comida o por una módica suma; material que además pierde su utilidad al no haber sido catalogado debidamente en el estrato mismo donde se hallaba.

Mas, con todo, el modelo cosmogónico de Cuicuilco intenta sobrevivir envuelto por el bullicio del Periférico y la contaminación ambiental, sirviendo por lo menos al baile del Sol sobre su superficie.

Kinich Ahau, desde la mística tierra del Mayab

En todas las culturas antiguas, incluyendo la Grecia clásica, existía el culto al “fuego sagrado”. Así, Helios ─el Sol─, quien pertenecía a la generación de los Titanes, tras haber sido ahogado por ellos fue aceptado en el Olimpo como un dios. Del mismo modo, para la civilización maya, Kin es esa energía radiante emanadora de vida, el Sol, por lo que la sabiduría ancestral que se extendió en el Mayab conocía con toda profundidad el vínculo entre este astro y el hombre, no sólo como un marcador cuerpo celeste, sino también como representante de la fuerza masculina generadora de vida que baña incesantemente a su contraparte femenina, la Tierra.

De ahí que la presencia ígnea del Sol deba ser captada por una esencia capaz de absorber su poder, para después reflejarlo a la humanidad por medio del servicio sacerdotal. Kinich Ahau es entonces el sumo sacerdote maya; nivel ascensional que alcanza el merecimiento de ser nombrado “custodio del Sol”, de esa fuente ilimitada de poder creador que, desde el centro de este sistema planetario, anima toda vida.

En consecuencia, Kinich Ahau es el encargado de dirigir a un grupo de seres conscientes, con una diáfana comprensión de lo divino, que los hace vibrar en alta frecuencia y totalidad. Como esencia cósmica de la energía solar, parte de su labor es depositar en el templo receptor la “llama de luz eterna” para que en ella se condense la misma irradiación aquí en la Tierra.

La llama, por su propia naturaleza, se ubica en un plano etérico, de modo que para que logre descender se necesita que la humanidad consciente produzca un ambiente energético lo suficientemente poderoso. Se cree que toda vez que la energía lumínica baja, se crea una nueva consciencia en la humanidad, puesto que al obtener una frecuencia vibratoria distinta se puede cambiar a otro nivel de vida, de existencia y de comprensión.

Asimismo, se modifica la vibración de la Tierra sin tener que experimentar cataclismos ni sufrimiento alguno. Esto debido a que en el momento de trabajar con la luz se hace en perfecta armonía, de modo que las transformaciones se manejan desde los planos más sutiles de la consciencia. El poder energético de la “llama de luz eterna” actúa en forma de ondas expansivas que van limpiando todo a su alcance hasta convertir el ambiente en benigno y positivo para la humanidad entera.

Se trata entonces del nacimiento de una nueva etapa, de una nueva forma de existir, enmarcada por los ámbitos más armoniosos. Así, la radiante presencia del sacerdote del Sol o Kinich Ahau, pide la unión de la humanidad con las fuerzas del conocimiento, del amor y el equilibrio.

Las pirámides fungen como un equilibrador entre las fuerzas cósmicas y las terrestres, de ahí que se hallen envueltas en un plano etérico. En su parte superior, donde el círculo se inscribe en el cuadrado total del monumento, el sacerdote maya lleva a cabo su retiro etérico para recibir los rayos solares que estarán alimentando de forma constante “la llama de luz eterna”, a partir del momento en que el astro rey se ubique en el Medio Cielo.

Esta irradiación baña toda la pirámide visible, así como a la no visible, es decir, aquella pirámide invertida de igual proporción cuya parte más angosta apunta hacia el centro de la Tierra, de modo que la energía proveniente del Padre Sol circule por la figura romboidal formada por la unión de ambos tetraedros hasta llegar al interior de la Madre Tierra.

Cabe señalar que justo en la parte media de dicha figura, en la superficie de la tierra, se ubica el nivel del plano humano. Es ahí justamente donde se requiere el trabajo de reconexión, sobre todo al considerar que la humanidad ha materializado y olvidado su esencia divina, ha dejado de comulgar con la naturaleza, ha generado discordia y ha roto el vínculo energético que proviene del orden cósmico.

Por eso se convoca en la celebración del Kinich Ahau a seres conscientes que hagan el trabajo de unir la energía celeste con la terrestre. Se les llama “conscientes” porque de antemano aceptaron servir de receptáculos para que el flujo cósmico los atraviese nítidamente (desde su chakra coronario y pasando por cada nivel de su ser), de modo que éste salga tan puro como fue recibido. Por lo tanto, la gente que forma parte activa de este vínculo debe dedicarse, antes de la ceremonia, a centrar su energía.

Durante el trabajo espiritual se mantiene la dualidad: mientras los hombres reciben Luz con su chakra coronario, las mujeres la envían mediante su primer chakra o coxis. Así se logra tener un enfoque de conciencia: acoger y ofrecer. Es también importante mencionar que al vincular la energía cósmica con el tercer chakra, correspondiente al plexo solar representado en el Chac Mool, se inicia la apertura de esta suerte de altar que por siglos ha estado cerrado debido a los impactos emocionales sufridos por la humanidad.

Por consiguiente, el Kinich Ahau permite equilibrar los tres soles ─el del Padre Sol, el corazón de la Madre Tierra y el plexo solar del hombre consciente─ para que la Luz se extienda a todos los confines del mundo, del mapa terrestre y estelar.

La península de Yucatán es entonces la tierra sagrada maya donde se encuentran las tres zonas prioritarias para el trabajo espiritual del Kinich Ahau ─Chichen Itzá, Mayapán y Uxmal─ , donde cada una está marcada por un tono vibratorio particular.

Tras una serie de conferencias y meditaciones dentro del conocimiento sagrado maya por parte del maestro Kinich Ahau, se procede a visitar primero Chichen Itzá. Este Gran Colegio de Iniciación fue el centro de sabiduría donde se daba lugar la transformación del Ser al elevar la conciencia serpentina desde el nivel terrestre hasta el cósmico.

Una vez que se pasa por esa zona de “saber”, las prácticas continúan en Mayapán, el centro del poder que une el sitio donde los grandes maestros recibían los comunicados superiores y los sacerdotes realizaban estudios y contemplaciones.

De ahí se está listo para la ceremonia solar en Uxmal, donde se genera el poder de la conciencia plena, ya que por haber sido sede de los sabios antepasados aún conserva la fuerza para dirigir, gobernar e irradiar la “llama de luz eterna”. Es ahí, en la Piámide del Adivino, cuando el Kinich Ahau abre su retiro etérico para poder acceder a su luz y beber en la fuente de su conocimiento, de modo que permanece abierto durante todo el mes de mayo, el mes de María, el tiempo en que la tierra es simbólicamente fecundada por el Sol.

En este sentido, con el “despertar” de esta Triple Alianza se da una apertura de energía lumínica en forma de ondas expansivas que van limpiando el efluvio psíquico del planeta, a modo de un poderoso baño de fuerza vital. No sólo se concentran los rayos solares en la “llama de luz eterna” para ir descendiendo por la pirámide, a través de los participantes postrados alrededor de su base y hasta el centro de la Tierra, sino que en un acto simultáneo, desde el corazón de los hombres la energía se expande a lo largo de la superficie terrestre unificando a la humanidad en términos de amor y armonía, ayudando así al proceso ascensional y a crear un perfecto equilibrio entre lo masculino y lo femenino.

Además, los cuarzos cristalinos que yacen en el subsuelo de la península, en los que se inscribieron desde tiempos ancestrales diversas frecuencias vibratorias y un legado de conocimientos, son también reactivados con el impulso energético del gran ceremonial.

Asistir a esta Ceremonia de Activación y Luz permite experimentar ─del 27 o 28 de abril al 2 de mayo de cada año─ un acto tradicional de grandes dimensiones al rememorar la sabiduría de la tierra sagrada de los mayas, a la vez que da la oportunidad de acercarse a los centros ceremoniales en un nivel de conciencia pleno, contactar la energía sublime y expandirla por los cuatro rumbos del Universo.

De este modo, el Kinich Ahau propicia la iluminación colectiva, emana la sabiduría trascendental, amplifica la capacidad cognitiva, irradia paz y extiende, de manera simbólica, el amor incondicional.

Apuntes sobre la cartonería…

La cartonería es una de las manifestaciones artístico-artesanales más antiguas en México y, por tanto, parte de nuestra identidad nacional. Su calidad antigua pareciera remontarse a Mesoamérica, ya que en las crónicas del siglo XVI se describen algunos ornamentos de los dioses, así como objetos para el adorno personal, hechos de papel. Cuando esto se lee, es fácil pensar en el papel indígena, en el papel amatl. Sin embargo, dado que los cronistas refieren que determinados tocados de guerreros y de dioses eran elaborados en este material, no se puede pensar más que en una pulpa aglutinada con cierta consistencia parecida al cartón.

Si bien no se puede asegurar a ciencia cierta que hubiese cartón en la época prehispánica, debido a que no hay vestigios por tratarse de un material poco resistente al maltrato del tiempo, sí es probable que el papel amate al que aluden las crónicas fuese mezclado con algún medio aglutinante utilizado en aquellos tiempos, como el bulbo de orquídea o la baba de nopal, hasta obtener una pasta de papel más gruesa que la usada comúnmente para códices, aplicaciones y adornos sencillos.

El dato comprobable señala que el cartón se usó, por primera vez como tal, en la Nueva España, cuando el virrey don Antonio de Mendoza y Hernán Cortés celebraron en la ciudad las fiestas del Tratado de Paz de Aguas Muertas, con motivo de que en 1538 los reyes Carlos V de España y Francisco I de Francia hicieron las paces y se dieron un cálido abrazo tras haberse disputado la corona imperial alemana.

Dentro de estos festejos, llevados a cabo en la Plaza de Armas (el actual Zócalo capitalino), se mandó construir un gran castillo de cartón coronado por torres, almenas, troneras y cubos, cercado de trincheras y fosos ─con el que se simulaba la toma de la ciudad de Rodas─, desde donde Cortés arengó, a la usanza de esa época de la caballería romántica española, a una multitud de súbditos que se congregaban a su alrededor.

Cabe señalar que durante las dos o tres semanas de festividades se presentó también la primera fiesta brava novohispana en la Calle del Empedradillo (justo donde ahora se localiza el Nacional Monte de Piedad), donde se soltaron toros bravos para que la gente los lidiara allí mismo.

En este contexto, no es difícil imaginar la admiración que los artilugios del festejo causaron en una población mayoritariamente indígena, llevándola a buscar la forma de utilizar la materia prima de pulpa aglutinada cuya maleabilidad se presentaba por completo seductora. De ahí que el indígena, siendo artista innato y extraordinario copista, al grado de dejar de calle a los grandes artífices españoles, decidiera incorporar a su propia tradición cultural el uso del cartón.

En consecuencia, el indígena vio la posibilidad de crear máscaras que, por un lado, permitieran continuar con parte de su herencia prehispánica y, por otro lado, fueran al tiempo utilizables con motivo de los Autos Sacramentales. Al respecto, cabe recordar que como parte del proceso de evangelización se necesitaban máscaras, escudos, cascos… que acompañaran el atuendo de San Miguel Arcángel, de los moros y cristianos, y demás personajes.

Así, la cartonería tomó carta de naturalización en la Nueva España para elaborar toda suerte de objetos, cobrando su gran esplendor en la juguetería y en las quemas de Judas durante las celebraciones de Semana Santa; acto que llegó a convertirse en la expresión más característica de esta actividad artesanal en nuestro país. Desde entonces, y todavía a fines de los años cincuenta del siglo pasado, era común disfrutar la quema pública de gigantescos Judas en Xochimilco, Tlalpan, Tepepan, Azcapotzalco, Iztapalapa… y sobre la Calle 5 de mayo en el Centro de la ciudad. Asimismo, su gran calidad plástica los convirtió en objetos de colección y en modelos preferidos de afamados artistas, como Diego Rivera, Frida Kahlo y Jorge González Camarena.

En relación con la imaginería popular, hasta el siglo XVIII se hicieron representaciones del santoral católico con cartonería, mas la Iglesia terminó prohibiendo tal producción artesanal por tratarse de un material “perecedero”. Y es que, con todo y que los objetos eran exquisitamente trabajados, las imágenes utilizadas para este fin debían ser bendecidas, cometiéndose sacrilegio en caso de no hacerlo y, más aún, si a la larga terminaban en la basura. En consecuencia, el cartón se descartó de este rubro y sólo en raras ocasiones uno se llegaba a encontrar un niño dios o un nacimiento elaborados con esta materia.

Como parte de la juguetería popular mexicana, la calles fueron el escaparate idóneo de juditas con uno o dos cohetitos para que los niños pudieran prenderlos el Sábado de Gloria. También se vendían toritos, muñecas, caballitos con cabeza de cartón y cuerpo de palo de madera, caballitos completos con ruedas en las patas para pasear con ellos en el parque… Estos bellos juguetes llegaron incluso a trascender el tiempo instalándose afuera de la Villa, de la Basílica de Guadalupe y de la Catedral Metropolitana, con un diorama como escenario para que los niños se fotografiaran sobre los caballitos o burritos de cartón.

Al principio de la década de los setenta cobra auge una familia prestigiada de cartoneros: los Linares, quienes le dan un giro sorprendente a la cartonería hasta entonces existente al elaborar alebrijes; seres fantásticos, producto de la imaginación y de la recreación de artistas populares caracterizados por su extraordinaria habilidad en el manejo del cartón.

Justo en este punto, la antiquísima tradición con fines y tiempos bien determinados se logra difundir de forma más general, de tal suerte que los productos se comercializan con una intención decorativa totalmente diferente a la inicial.

Con respecto al proceso, habría que recordar aquellas máscaras y cascos que se vendían en los carnavales o fiestas patrias: era insoportable traerlos puestos por el olor tan desagradable que emanaban, debido a que originalmente se usaba “cola de conejo” como aglutinante. Así, la pasta de cartón se trabajaba con la ayuda de moldes que de manera previa habían sido elaborados por artesanos, carpinteros y talladores, antes de darle consistencia con la cola. Una vez seca se decoraba con pintura y, si se requería de algunas aplicaciones como plumas, pestañas o pelo, se le pegaban.

Hoy día la “cola de conejo” se ha sustituido por resistol, pues no sólo es más económico sino que también ahorra el cansado proceso de dilución de la cola. No obstante, la desventaja de este moderno material es que debe dársele un punto de espesor intermedio que permita expandirlo con facilidad hasta que la forma buscada se logre.

Los moldes originales eran de madera y después se substituyeron por los de yeso. Es importante mencionar que aunque éstos sirven para darle forma a la pasta, no se puede utilizar nada más que los dedos para eliminar grumos en su totalidad. De ahí que esta manifestación sea producto de una actividad por completo manual, lo que le da un carácter artístico-artesanal.

Sin duda, la cartonería es parte de nuestra identidad nacional. Tan rica que la única limitante que tiene es la creatividad misma; habilidad que para el artesano mexicano es infinita.

Es de lamentar que esta importante labor artesanal, como otras tantas tradiciones nuestras, se encuentra a punto de desaparecer; tanto que en la actualidad el niño mexicano, motivado por la tecnología, se siente frustrado con un juguete de cartón que lo obligue a echar a volar su imaginación.

Pareciera que el menosprecio del trabajo artesanal resultó de la torpe e ignorante clasificación indiscriminada de “arte menor”. Aunque se trata de un problema “intelectual” no resuelto, que sólo ha perjudicado a los artesanos, aún sigue siendo motivo de permanentes, desgastantes e inútiles polémicas.

Por su parte, a los artesanos no les interesa cómo se etiquetan sus objetos, sino que se vendan y a un precio justo. En este sentido, es importante que sumemos esfuerzos para revalorar el trabajo del artesano y estimular su expresión, de manera que se preserve toda la artesanía, además de la cartonería, y con ella la inventiva en torno a nuestra identidad.

Floreciendo con el calor del Sol

“Cuando el hombre se ha tratado de comunicar a lo superior, se encuentra de pronto en lo inexplicable del cómo hablar para ser escuchado; trata entonces de convencerse de su capacidad de hacerse oír. Así nació el rito.”

Cada año, en el equinoccio de primavera, continuadores de la tradición mesoamericana repiten el peregrinaje que desde hace más de dos mil años acaece en la primera Gran Tollan, en la mítica Temoanchan. Los antiguos emprendían un largo viaje desde remotas ciudades por verdes y exuberantes selvas, a través de peligrosas veredas, en tanto la actual romería proviene de todos los lugares de la Tierra ─principalmente de la metrópoli más grande, la ciudad de México─ siguiendo la red de carreteras para culminar en una inusitada actividad en los estacionamientos de la zona arqueológica.

Así, el 21 de marzo, antes de despuntar el alba, los modernos peregrinos llegan a la venerada área de edificios tan altos para “tocar” el cielo, y estéticamente uniformados por recurrir siempre  al modelo arquitectónico de talud y tablero ornamentado; sitio con categoría de santuario por cuya magnificencia los mexicas le llamaron Teotihuacan, “ciudad donde los hombres se hacen dioses”.

Como su orientación contraviene a la topografía del terreno, su alineación fija entonces posiciones clave basadas en la bóveda celeste y en el paisaje aledaño, lo que conduce a un cúmulo de significados convergentes tanto en lo cosmológico como en lo numerológico.

Construida así de acuerdo al orden cósmico, esta zona es un gigantesco modelo a escala del Universo. Por su geografía sagrada se presentó como una suerte de paraíso terrenal, distribuido acorde a formas básicas de cruz insertadas en una perfecta traza reticular.

En este sentido, la montaña de agua, el Cerro Gordo, extiende la línea norte-sur a lo largo de la Calzada de los Muertos y hasta el Cerro Patlachique. Los cerros Colorado y Chiconautla definen el eje este-oeste, y en medio se ubica la gran ciudad. Modelo que alude a una flor cósmica, con sus cuatro puntos cardinales y el centro.

Vestidos de blanco con cintas rojas en la cabeza y alrededor del cuello, hombres, mujeres y niños aguardan ─cobijados aún por la oscuridad─ el arribo de sacerdotes de diversas etnias mexicanas, chamanes de culturas norteamericanas y monjes tibetanos, quienes dirigen la ceremonia en honor a sus ancestrales colegas prehispánicos.

Durante la espera se recuerda la leyenda sobre el nacimiento del quinto Sol y la Luna, con el sacrificio del dios buboso Nanahuatzin, quien se arrojó al fuego para crear al cálido astro, y de Tecuziztécatl, quien por haber dudado fue mermado su brillo dando lugar al satélite nocturno.

En el firmamento, las Pléyades anuncian la llegada del esperado día en que no se proyectan sombras al mediodía, es decir, aquel correspondiente al primero de los pasos anuales del Sol por el cenit.

Cuando el imponente Tonatiuh aparece por el horizonte, iluminando sutilmente la parte norte del gran basamento piramidal edificado en su honor, la romería inicia el ascenso por la escalinata que une sus cuatro niveles, mientras los fuertes vientos cortan el rostro y las extremidades con su frialdad.

Al llegar a la cúspide ─la que remataba en un pequeño templo, ahora desaparecido─, y entre nubes de copal, la muchedumbre se divide en grupos para recibir la energía del Sol naciente. Unos extienden sus brazos con las palmas abiertas, algunos meditan en posición de flor de loto con los ojos cerrados, otros se toman de la mano formando círculos, el resto se arrodilla o permanece de pie.

Ahí, cerca del cielo, el sonido que emanan tambores y caracoles se fusiona con la entonación de cantos tradicionales y mantras.

Cabe señalar que parte de los visitantes acostumbran aguardar en la Plaza del Sol, en ese modelo de cruz prehispánica, desde donde se puede observar el ascenso serpentino del astro rey tocando las aristas del imponente monumento, en un espectáculo que dura con exactitud tres vueltas completas de las manecillas del reloj, de las 6:00 a las 9:00 hrs.

Cientos de miradas observan, tanto en la cima como en la base, el recorrido; en coro llaman al lumínico astro para que se sitúe justo al centro de la Pirámide del Sol, en el vértice mismo de su casa, para bañarla por completo de luz. Es en este momento cuando lo místico y lo científico alcanzan un lugar sagrado, convirtiendo a los hombres en símbolos.

Mientras tanto, a siete kilómetros al oeste, el viejo mirador en el Cerro Maravillas resguarda ─sin visitantes─ el petroglifo UK13: una piedra esculpida con rasgos híbridos de hombre y serpiente, que en tiempos ancestrales fungía como una silla de astrónomo. Las sombras proyectadas en su lado occidental se van moviendo poco a poco hacia este trono, hasta que el rostro esculpido esté bien iluminado por ahí de las 10:00 am. Cerca del mediodía, este importante escaño pétreo termina simbolizando a Quetzalcóatl al transformarse en una serpiente lumínica que levanta el vuelo rumbo al cielo, perseguida por el gran basamento aún recubierto de luz.

Asimismo, diversos puntos estratégicos van registrando los diversos pasos del Sol durante el año, de modo que el templo dedicado al culto de dicho astro muestra varias alineaciones para delimitar fechas diversas. De ahí que sea rectificado como el centro de un gran reloj cósmico donde se conjuga todo el calendario, producto de la cosmovisión teotihuacana.

Es así como los hombres modernos asisten en el equinoccio de primavera para formar parte de una ceremonia de recibimiento a un nuevo ciclo, al observar el devenir de las serpientes y captar los nuevos antiguos símbolos. Un baño de Sol que energiza por el hecho mismo de permitir la integración con fenómenos precisos que emanan de la relojería celeste, con el orden cósmico.

Por eso mismo se busca estar en la cúspide de las pirámides, para “tocar” el cielo. La observación astronómica posibilita entrar en contacto con un ámbito ajeno a la voluntad humana, ya que éste se encuentra sujeto a fuerzas atribuibles a los “dioses”: es una forma de armonizar lo humano con lo divino.

De ahí que los elementos arquitectónicos que conformaban las ciudades prehispánicas estuvieran orientados de acuerdo a lo espaciotemporal. Era la forma de incorporar esencias divinas al entorno en el que rendían culto, trabajaban y florecían, pues cada habitante debía integrarse a la estructura del Universo: geografía, naturaleza y ciclos estacionales aunados a los fenómenos celestes, fueron condiciones a las que debían responder las estrategias de adaptación.

Por consiguiente, desde la Pirámide del Sol uno forma parte de la cosmovisión teotihuacana: una filosofía en la que se palpa la confluencia urbana de cielo, tierra, montañas, cavernas y tiempo.

Un modelo sagrado que se difundiría en Mesoamérica a través de innumerables generaciones y que en la actualidad, lo que queda, es suficiente para que quien lo “aprehenda” se sienta florecer como “un guardián del Anáhuac”.

Oda al Albur

… para mis valedores de Tepito.

Gestos, ademanes, silbidos, barullo…
Aflojar el cuerpo, destensar las normas, esparcir la mente:
la calistenia del albur.

Un cuadrilátero improvisado,
pelear a una caída sin límite de tiempo
paso fugaz de técnico a rudo.

Pugilismo a puño limpio,
sin límite de asaltos ni categorías por pesos,
fajador, defensivo y contraofensivo por igual,
jabs, cruzados, crochets y ganchos de índole sexual.

Esgrima verbal,
sable, espada o florete… touché,
armas blancas con doble sentido.

A la primera llamada,
espectáculo de la confrontación.
Malabarismo de palabras arrojadas al aire
alternativamente.

Ajedrez mental,
tablero sin escaques definidos,
entre blanco y negro, mejor rojo… jamás gris,
la reina tras el caballo
el rey entre alfiles
peones sobre torres.

Estrategas en tierra y aire,
batallas de encuentro, de desgaste,
envolventes y decisivas,
a pequeña escala, sin victoria pírrica…
aniquilación y dominación.

Creación en movimiento,
génesis fonética, rimas asonantes y consonantes,
acentuación sin reglas,
interconexión de palabras y contextos,
paronomasia libre.

Inducir y persuadir,
cortejo lingüístico y reciprocidad
¿seducción de velocidad?

Canto de cosquilleo,
jerga habitual,
signo de familiaridad…
Picardía de identidad.

Renacimiento mítico y autorrealización

El pasado siglo XX abanderó los mayores cambios en cuanto al destino e identidad de la condición femenina. En esta etapa el ordenamiento legitimado por los códigos patriarcales se sometió a proceso para determinar los valores de la “femineidad”, erosionando el supuesto lugar “natural” de la mujer y dando pauta a una serie de “conquistas” que han ido in crescendo: el derecho a la palabra, al sufragio, a la educación y, por consiguiente, la incorporación masiva a la actividad laboral y profesional.
No obstante, el logro más significativo radicó en haber puesto en entredicho la inevitabilidad biológica que encadenaba a las mujeres a la “servidumbre de la maternidad”. Esto, aunado al empleo de métodos de anticoncepción ha repercutido de forma tajante en el ámbito de la sexualidad y de la relación entre los sexos.
Consecuentemente, el desenmascaramiento de una milenaria cultura clasista, misógina y represiva, que otorgaba a la mujer una importancia secundaria y, en ocasiones, nula, ha permitido presenciar a lo largo de la última centuria el paulatino derrumbamiento de esas leyes y normas discriminatorias.
Si bien es cierto que tras enfrentarse a tan grandes desafíos y lograr emerger de un largo periodo de clandestinidad, sometimiento y servidumbre, nada volverá a ser igual en la conciencia y en el comportamiento de la mujer, todavía existen pocas y reducidas formas de ser mujer. Por lo tanto, ¿qué tendremos que encabezar en este campo en esta década?
Al respecto, cabe recordar que nos encontramos en un vector histórico de ampliación del individualismo, en el que es necesario reconsiderar el pasado para, por fin, comprender el presente y afianzar el futuro. Es decir, debemos cuestionarnos quiénes fuimos para saber quiénes somos y proponer quién queremos ser.

Lo mítico

En esta imperiosa compenetración de lo ancestral con lo contemporáneo, es menester hacerle justicia a lo mitológico para conocer y ubicar nuestro lugar en el mundo. Los mitos no son simples relatos, pues se basan en principios universales y unificadores. Son murmullos de una realidad vivida, son formas de conocimiento con sonido propio.
Su lenguaje es netamente simbólico, en términos de imágenes familiares, porque su significado implica siempre algo oculto, desconocido, indescriptible en el lenguaje temporal y racional. De ahí que el hombre inventara mitos para hablar del plano instintivo, de ese estadio que sólo se siente, representando así los conceptos que pulsan nuestras emociones.
De hecho, la psicología, como ciencia, se fundamenta en que la realidad se imprime en la mente como un acontecimiento psíquico a nivel del inconsciente o subconsciente, dependiendo de la intensidad de su percepción. Este contenido se traduce y revela al consciente en forma de símbolos, mediante un proceso espontáneo común a todos los hombres.
Asimismo, el simbolismo mítico es equiparable a ese mecanismo intuitivo de la memoria, sólo que en vez de traducir la experiencia personal al consciente se trata de un lenguaje más revelador del contenido del inconsciente colectivo. En un éxtasis de fuerza psicológica el inconsciente colectivo conforma un conjunto de reacciones innatas ante la vida, cuyos contenidos almacenados fungen como modelos. El ámbito mitológico viene a ser entonces la expresión consciente de estos arquetipos.
Las mujeres hemos compartido experiencias similares en todas las épocas y, como tales, forman un campo común de arquetipos femeninos dentro del inconsciente colectivo. Si bien estos modelos fueron sacralizados en la antigüedad, hoy en día en las sociedades patriarcales y monoteístas se impide que formen parte de la estructura social o religiosa. Sin embargo, continúan latentes inevitablemente en la psique, delineando nuestra personalidad e influyendo en la conducta.
Este conjunto de arquetipos conforma la “esencia femenina universal” que reside entonces en el corazón de todas y cada una de las mujeres, por lo que un medio idóneo para comprenderla es acercarse a los mitos de lo femenino: atender su lenguaje simbólico permitirá conectarnos a una cadena transgeneracional incesante de abuela a madre y de madre a hija… en sus momentos más íntimos.

Los arquetipos

La vida de toda mujer se ve marcada por ciertas experiencias físicas y sicológicas que caracterizan cada una de sus tres principales etapas cronológicas: la joven con el ciclo menstrual, la mujer madura o plena con el embarazo y parto (de un hijo, de una obra creativa o de la concreción profesional), y la mayor con la menopausia.
El aspecto mítico ha relacionado a la mujer, a lo femenino, con la imagen lunar, por lo que sus fases representan simbólicamente cada una de estas edades. Así, la luna nueva corresponde al ciclo menstrual de la joven, la redondez de la luna llena se identifica con el embarazo y parto de la mujer plena o madura, mientras que el perceptivo corte de la luna menguante alude a la menopausia de la mujer mayor.
Del mismo modo, la “esencia femenina universal” es la expresión externa a través de la mitología de seis arquetipos femeninos que influyen en el perfil psicológico de cada mujer: la virginal; la que crea y destruye; la amante y seductora; la madre; la maga sabia; y la musa. Estos, a su vez, se intercalan en las etapas y fases mencionadas.
Los mitos en torno a la cazadora Artemisa o a la sabia Atenea son expresión del arquetipo virginal, ya que presentan a un tipo de mujer que vive en el límite de la santidad y el pecado, a un cuerpo puro ─libre de vínculos terrenales─ que expresa la fuerza de una indómita ola de pasión, a un ser femenino libre e independiente que dirige su propia vida y que su relación con los hombres no es de índole sexual.
Por su parte, la ambivalencia de los dos contrarios polares de creación y destrucción, o bien, la conjugación del “río de la vida” (ovulación) con el “río de la muerte” (menstruación), se manifiesta en las figuras míticas de Kali ─la madre buena y terrible─, de la hechicera Circe o de la asesina Medea. Estos arquetipos se identifican con personalidades propias de campesinas que siembran y cortan los frutos de su cosecha, médicas y terapeutas, mujeres que se desarrollan en actividades manuales o sensitivas, y hasta con las madres y esposas férreas.
El mito de la danza eterna del hombre persiguiendo a una mujer por el deseo del abrazo definitivo, se fundamenta en la reacción alquímica sexual manifestada a través de múltiples formas. En este sentido, la amorosa Afrodita se identifica con el enamoramiento irracional, el vínculo matrimonial le pertenece a la leal Hera, el poder de la seducción a Salomé y la búsqueda de la iluminación a la tentadora figura de Eva.
Las figuras míticas más ricas y complejas son las que abarcan el milagro de la maternidad, sobre todo si consideramos que el inconsciente colectivo está plagado del deseo irrefrenable de regresar o de sentirse de nueva cuenta dentro del vientre materno. Ya sea por la experiencia del embarazo o por la necesidad de proteger a los seres queridos, los arquetipos de la luna llena, de la diosa Madre, de Deméter y Perséfone, de la Virgen María, entre otros, son los primeros que se deben revisar para dar pauta a un renacimiento mítico, pues en su esencia se encuentra implícito el eterno retorno.
Tras pasar por todos los estadios del desarrollo físico y psicológico, la mujer se encuentra entonces preparada para ser ella misma, revelada y abierta a los misterios de la vida, en una búsqueda constante de su ser interior. La sabiduría intuitiva de la mujer mayor hace eco en Vesta y las seis vírgenes vestales, protectoras del fuego ─del hogar─ en Roma, así como en la fuerza revitalizadora de las sacerdotisas de la luna.
Por último, el arquetipo de la musa está presente en el inconsciente colectivo a pesar de no tener un fundamento discernible en la experiencia física de la mujer. Así, el mito en torno a la triple diosa o las nueve veces musa, permite acercarse a quien llena el vacío entre lo conocido y lo desconocido, a la fémina que es un halo de misterio, la fuerza inspiradora de las artes y el tránsito al olvido. Es interesante señalar que, de acuerdo con Jung, la idea que tiene el hombre de la mujer proviene precisamente de las cualidades femeninas inconscientes en su psique, cuyas tendencias se encuentran estereotipadas por la musa.

La autorrealización

Considerando la complejidad cíclica de la naturaleza femenina, cuyas reacciones ante el mundo exterior son influidas y generadas por sus propios cambios internos, es obvio que cada momento de su vida se interrelacione con un arquetipo particular. De este modo, en una misma mujer se pueden concebir varios modelos míticos al mismo tiempo.
Si el cuerpo y la mente están unidos en la psicología femenina, influenciándose siempre entre sí, entonces el llegar a la simple comprensión de sí misma ─y por tanto del género─ puede lograr una transformación singular tanto a nivel individual como social.
Mediante este proceso fundamental de develar su propio misterio, la mujer puede concederse la oportunidad de despojarse de los roles culturalmente impuestos y por consiguiente renacer. Condición necesaria sobre todo cuando se sabe que el malestar genérico causa una fractura en las generaciones, pues la ignorancia del “yo” se transmite una y otra vez sin cesar.
En este sentido, el reto de las mujeres en esta década podría ser el identificar los modelos míticos que atañen a cada una en particular, para luego activar los arquetipos correspondientes cuidando que no se impongan, sino que entonen su sonido propio en el momento que se requiera.
Así, habrá que dejar a un lado la lucha por la igualdad con el hombre ─con el que no guardamos ningún parecido─ y a su vez posibilitar que la “esencia femenina universal” sea una verdadera presencia sin rostro que se introduzca en los asuntos terrenales cotidianos y ordinarios.